En la misa presidida por Monseñor Andrés Stanovnik oficiada en la Basílica de Itatí, el Obispo de Iguazú Marcelo Martorell en la misa realizada en virtud de la Peregrinación Juvenil del Nea que se realiza durante este fin de semana y marca todo un mensaje de profunda fe Mariana.
Queridos Jóvenes que han peregrinado hasta este Santuario de Nuestra Señora de Itatí, con el corazón cargado de fe, de esperanza y de amor para encontrarse con Jesucristo, Nuestro Señor, por medio de la ayuda y guía maternal de María de Itatí.
Han caminado hasta aquí, no expresando una “religiosidad difusa” o por la simple aventura de caminar toda una noche para afrontar una prueba más de resistencia. ¡No! Han venido -y tengo la certeza de ello- con la sed de encontrarse con Dios y con los valores que se desprenden del Evangelio y siguiendo una necesidad imperiosa de orar. Nosotros -que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y salvador del mundo- queremos “saber”, pero también “mostrar” al mundo a qué grado de grandeza nos puede llevar “amar y conocer” a Aquél en quien creemos y que nos quiere “discípulos y misioneros “de” y “en” este mundo secularizado. El Santo Espíritu en Aparecida nos invita a ser “Discípulos y Misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida”, y yo les vuelvo a repetir: sólo Cristo es “camino, verdad y vida” (Jn. 14,16).
Vivimos en una sociedad “quebrada”, que se quiebra y se lastima cada vez más, que se autodestruye cada vez con más fuerza, destruyendo la vida de los niños y de los jóvenes, confundiéndolos al negar los valores espirituales y morales. Una sociedad que va autodestruyendo la vida de la familia, la vida por nacer, la identidad de las personas…Y nos preguntamos: ¿esto es lo que queremos y deseamos los jóvenes de hoy? ¿Venimos hoy protestando y renegando contra esta situación? No. Venimos pidiendo perdón por nuestros pecados personales que son el origen de todo “pecado social” y manifestándole a Jesús que queremos amarle más, que queremos conocerlo y llegar a ser “discípulos y misioneros suyos”. Queremos unirnos a Jesús de tal manera que podamos dar un testimonio vivo e histórico del proyecto de grandeza y de amor que Dios tiene para el mundo y especialmente para el hombre, que es su imagen y semejanza.
Para esto, queridos jóvenes -como el Apóstol Juan- debemos recostar nuestras cabezas en el pecho de Jesús y “escucharle”, sentirle en los latidos de su corazón, y responderle con amor y verdad. Pero esto no es fácil. El mundo los odiará y hasta los perseguirá por este gesto de valentía y de amor. Pero este es el desafío que nos presenta este siglo XXI. Cristo nos llama en su Iglesia a vivir este desafío y esta hora de la historia en fidelidad. Jesús dice a sus Apóstoles: “felices ustedes porque han visto y oído, más felices aquellos que creerán sin haber visto” (Jn. 20,29). Y esta bienaventuranza recae sobre ustedes y nosotros que, sin haber visto, creemos y amamos a Aquél “que tiene palabras de vida eterna” y al cual queremos seguir.
Nos brota del fondo del corazón una gran alegría cuando nos encontramos con Jesús resucitado, cubierto de una aureola de gloria y trascendencia, pero aparece también un fuerte temor cuando ese encuentro es con Jesús caído, maltratado y crucificado. Y esto es natural. Sucedió también en el corazón de los Apóstoles, pero el amor a Jesús venció al temor. El amor venció y por eso “dejándolo todo le siguieron”. El amor de Jesús transformó a aquellos primeros apóstoles. Es ese amor de Jesús el que debe y tiene que transformar hoy nuestras vidas convirtiéndonos en discípulos y misioneros de Cristo en este tiempo.
Pertenecemos a movimientos y a realidades distintas, pero el soplo del Espíritu que nos ha convocado hoy en torno a Jesús y a Su Madre en Itatí, hace que todas nuestras diversas realidades se focalicen en Cristo haciendo que Él sea el centro de nuestras vidas y de nuestras vivencias.
Hoy ustedes, queridos jóvenes, son llamados y reciben la propuesta de seguirle y de unirse íntimamente a Jesús, el Maestro. Y para que esto ocurra tenemos que abrirle el corazón, conocerle, amarle, servirle en la caridad constante y operante. Jesús nos dice: aprendan de mí, acostúmbrense a mí, convivan conmigo, pues “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Solo así, desde esta relación de amistad e intimidad, podremos implantar el Reino de Dios, primero en nosotros mismos y luego en el mundo, en este tiempo que nos toca vivir.
Esta es la Misión que nos toca vivir a quienes hemos sido llamados a ser sus discípulos: identificarnos con Cristo y según su mandato atreverse en la fe a “navegar mar adentro” para llenar las redes. ¡Qué fascinante encuentro e identificación con Cristo! ¡Qué gran misión y qué gran final: vivir con Cristo y tener vida en Él!
La parábola del leproso sanado que nos narra el Evangelio de Marcos (Mc. 1,45) nos dice que después de haber sido sanado por Jesús, el leproso se fue y “empezó a proclamarlo por todo el mundo”. Así también hoy hemos encontrado a Jesús, hemos pedido la conversión, hemos sido sanados por Él y hemos encontrado su amor. Por eso debemos convertirnos -como el leproso curado- en auténticos y creíbles misioneros de Jesucristo.
Que María, discípula fiel, madre y maestra de los discípulos nos acompañe y aliente en este compromiso que asumimos hoy ante ella misma y el Señor Jesús.
Han caminado hasta aquí, no expresando una “religiosidad difusa” o por la simple aventura de caminar toda una noche para afrontar una prueba más de resistencia. ¡No! Han venido -y tengo la certeza de ello- con la sed de encontrarse con Dios y con los valores que se desprenden del Evangelio y siguiendo una necesidad imperiosa de orar. Nosotros -que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y salvador del mundo- queremos “saber”, pero también “mostrar” al mundo a qué grado de grandeza nos puede llevar “amar y conocer” a Aquél en quien creemos y que nos quiere “discípulos y misioneros “de” y “en” este mundo secularizado. El Santo Espíritu en Aparecida nos invita a ser “Discípulos y Misioneros de Jesucristo, para que nuestros pueblos en Él tengan vida”, y yo les vuelvo a repetir: sólo Cristo es “camino, verdad y vida” (Jn. 14,16).
Vivimos en una sociedad “quebrada”, que se quiebra y se lastima cada vez más, que se autodestruye cada vez con más fuerza, destruyendo la vida de los niños y de los jóvenes, confundiéndolos al negar los valores espirituales y morales. Una sociedad que va autodestruyendo la vida de la familia, la vida por nacer, la identidad de las personas…Y nos preguntamos: ¿esto es lo que queremos y deseamos los jóvenes de hoy? ¿Venimos hoy protestando y renegando contra esta situación? No. Venimos pidiendo perdón por nuestros pecados personales que son el origen de todo “pecado social” y manifestándole a Jesús que queremos amarle más, que queremos conocerlo y llegar a ser “discípulos y misioneros suyos”. Queremos unirnos a Jesús de tal manera que podamos dar un testimonio vivo e histórico del proyecto de grandeza y de amor que Dios tiene para el mundo y especialmente para el hombre, que es su imagen y semejanza.
Para esto, queridos jóvenes -como el Apóstol Juan- debemos recostar nuestras cabezas en el pecho de Jesús y “escucharle”, sentirle en los latidos de su corazón, y responderle con amor y verdad. Pero esto no es fácil. El mundo los odiará y hasta los perseguirá por este gesto de valentía y de amor. Pero este es el desafío que nos presenta este siglo XXI. Cristo nos llama en su Iglesia a vivir este desafío y esta hora de la historia en fidelidad. Jesús dice a sus Apóstoles: “felices ustedes porque han visto y oído, más felices aquellos que creerán sin haber visto” (Jn. 20,29). Y esta bienaventuranza recae sobre ustedes y nosotros que, sin haber visto, creemos y amamos a Aquél “que tiene palabras de vida eterna” y al cual queremos seguir.
Nos brota del fondo del corazón una gran alegría cuando nos encontramos con Jesús resucitado, cubierto de una aureola de gloria y trascendencia, pero aparece también un fuerte temor cuando ese encuentro es con Jesús caído, maltratado y crucificado. Y esto es natural. Sucedió también en el corazón de los Apóstoles, pero el amor a Jesús venció al temor. El amor venció y por eso “dejándolo todo le siguieron”. El amor de Jesús transformó a aquellos primeros apóstoles. Es ese amor de Jesús el que debe y tiene que transformar hoy nuestras vidas convirtiéndonos en discípulos y misioneros de Cristo en este tiempo.
Pertenecemos a movimientos y a realidades distintas, pero el soplo del Espíritu que nos ha convocado hoy en torno a Jesús y a Su Madre en Itatí, hace que todas nuestras diversas realidades se focalicen en Cristo haciendo que Él sea el centro de nuestras vidas y de nuestras vivencias.
Hoy ustedes, queridos jóvenes, son llamados y reciben la propuesta de seguirle y de unirse íntimamente a Jesús, el Maestro. Y para que esto ocurra tenemos que abrirle el corazón, conocerle, amarle, servirle en la caridad constante y operante. Jesús nos dice: aprendan de mí, acostúmbrense a mí, convivan conmigo, pues “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Solo así, desde esta relación de amistad e intimidad, podremos implantar el Reino de Dios, primero en nosotros mismos y luego en el mundo, en este tiempo que nos toca vivir.
Esta es la Misión que nos toca vivir a quienes hemos sido llamados a ser sus discípulos: identificarnos con Cristo y según su mandato atreverse en la fe a “navegar mar adentro” para llenar las redes. ¡Qué fascinante encuentro e identificación con Cristo! ¡Qué gran misión y qué gran final: vivir con Cristo y tener vida en Él!
La parábola del leproso sanado que nos narra el Evangelio de Marcos (Mc. 1,45) nos dice que después de haber sido sanado por Jesús, el leproso se fue y “empezó a proclamarlo por todo el mundo”. Así también hoy hemos encontrado a Jesús, hemos pedido la conversión, hemos sido sanados por Él y hemos encontrado su amor. Por eso debemos convertirnos -como el leproso curado- en auténticos y creíbles misioneros de Jesucristo.
Que María, discípula fiel, madre y maestra de los discípulos nos acompañe y aliente en este compromiso que asumimos hoy ante ella misma y el Señor Jesús.